Todo indica en los próximos años en Chile tomaremos decisiones importantes: ¿qué reformas haremos a la Constitución? ¿Cuál serán las relaciones laborales? ¿Qué rol jugará el Estado en la planificación del desarrollo, por ejemplo, en el sector eléctrico? O sea, en los próximos años delinearemos el tipo de capitalismo democrático que queremos para Chile.
Dudé si titular esta columna usando el concepto de “capitalismo democrático” o el de “economía social de mercado”. Este último concepto, de inspiración de la Democracia Cristiana alemana (DCU), es atractivo para Chile, pero supone una democracia que funciona bien. Dicho supuesto no se puede hacer en Chile desgraciadamente. Son demasiadas las señales de agotamiento del sistema político chileno como para no mencionarlo explícitamente en el título.
Opté por usar “capitalismo democrático” no porque me sienta cercano a Michael Novak, destacado ideólogo del neoliberalismo con una visión demasiado centrada en la religión católica, sino porque estos dos conceptos por separado –capitalismo y democracia- son los que en Chile deben encontrar una renovada relación y, en cierta forma, una reconciliación.
Antes de 1973, el capitalismo chileno con todas sus fallas y capturas del Estado, fue ahogado por el funcionamiento del sistema democrático. El golpe militar suprimió la democracia y el arribo al poder de los Chicago boys impuso un tipo particular de capitalismo, uno de inspiración neoliberal.
En los próximos años, el desafío que tenemos por delante es recrear una pasión por una democracia verdadera y reconstruir un capitalismo que permita por un lado el crecimiento económico pero que evite la segregación odiosa que produce la lógica de mercado aplicada en todos los ámbitos.
Daron Acemoglu, James Robison y Thiery Verdier publicaron hace poco menos de un año un trabajo reflexionando por qué no todos los países pueden ser como los escandinavos. Como se sabe. Suecia, Dinamarca, Finlandia y Noruega son Países muy ricos, que crecen significativamente, pero además son muy igualitaristas fundamentalmente gracias a un eficiente Estado de bienestar que redistribuye recursos. Tal redistribución no genera costos en términos de crecimiento ya que en promedio ellos crecen a la misma velocidad que Estados Unidos.
El argumento que ellos desarrollan es que las economías que están en la frontera tecnológica necesitan un esquema que premie significativamente la innovación y el emprendimiento, porque la inversión en investigación y desarrollo es muy riesgosa y requiere ser remunerada. Es ese sentido, ellos proponen una lógica que significa una peor distribución del ingreso y que puede describir la situación en Estados Unidos.
Sin embargo, aquellos países que no están en la frontera, reciben los avances tecnológicos aun cuando no los desarrollen ellos. La necesidad de tener un esquema que favorezca la toma de riesgos asociados a la investigación y el desarrollo es menos urgente. Como finalmente es la adopción de estas tecnologías la que explica el crecimiento, es posible que los países que están más atrás en el desarrollo de las nuevas tecnologías y que cuentan con instituciones adecuadas puedan beneficiarse del avance tecnológico de los países líderes pero redistribuyan más.
Esta redistribución nos trae de vuelta al concepto de “economía social de mercado”. El eslogan de la DCU dice “tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario”. La necesidad de más Estado de la que habla la DCU entre otras cosas se refiere a un eficiente Estado de bienestar que permita tal redistribución. Esta eficiencia tiene componentes técnicos de diseño, que a estas alturas se conocen, por ejemplo, en no dar seguros de cesantía que sean indefinidos y sin contraparte en términos de búsqueda de empleo. Pero más allá de estos elementos técnicos conocidos, el desarrollo de este estado de bienestar –digamos para que nadie malinterprete, de tipo alemán o sueco- requiere el concurso de una sólida democracia, que permita, por ejemplo, extender beneficios de manera universal pero en forma responsable.
Aquí es donde el modelo chileno flaquea. Nuestra economía se puede mejorar en muchas dimensiones, pero es vigorosa. Nuestras empresas están sanas, crecen y generan empleo. Sin embargo, el otro lado de la moneda es una democracia lánguida y en decadencia, que no entusiasma a los jóvenes que ven que involucrarse en política no cambia nada y en la que las principales instituciones –Senado y Cámara de Diputados- gozan de un creciente desprestigio.
Siguiendo las ideas de Acemoglu, Robinson y Verdier, Chile debe avanzar hacia una versión latina del capitalismo democrático alemán, con más mercado y con más Estado que el que tiene hoy. Claro que la situación actual no es una en que mercado y Estado estén equilibrados. Lo que muestra la ciudadanía es una demanda importante por un rol del Estado más fuerte en la provisión de “derechos sociales”, como educación, salud y pensiones. Sin embargo, no es seguro que este rebalanceo de nuestro capitalismo democrático puede realizarse, porque nuestra democracia cojea: solo se puede hacer lo que algunos quieren o como ellos quieran.