El debate de las últimas semanas ha girado en torno a la reforma tributaria. No se puede evaluar la reforma sólo a base de sus costos en inversión o crecimiento si no cómo comparan estos costos con sus potenciales beneficios.
En efecto, hay un amplísimo consenso que el sistema educacional chileno provee educación de primera al 7% que asiste a colegios particulares pagados; y brinda educación de tercera para el resto. Esta brecha en calidad es una de las causas principales de la alta desigualdad de la sociedad chilena. Si la reforma tributaria lograra reducir tal brecha en calidad, lejos se justificaría. Mal gastados o en hacer más de lo mismo, el impacto neto de la reforma sería negativo.
Por cierto, no se puede mejorar significativamente la calidad de la educación a la barata. Estudiosos de estos temas sugieren que se necesitará para ello al menos 1 ½% de PIB, o sea, la mitad de lo que recaudará la reforma tributaria. La parte más fácil será recaudar esos recursos (la actual reforma tributaria). El verdadero desafío, y donde a final de cuentas se juzgará la reforma tributaria, es si el mayor gasto en educación efectivamente logra mejoras importantes en su calidad. En efecto, en los últimos 25 años se ha más que triplicado el gasto real por alumno en educación, pero con mejoras, a lo más, modestas en cuanto a la calidad de la misma. Por tanto, un 1,5% del PIB adicional para la educación es condición necesaria pero no suficiente para mejorar la calidad de la educación.
Además, no todo gasto en educación impacta sobre su calidad. Por ejemplo, la gratuidad de la educación universitaria así como el fin del co-pago reducirán los costos para los beneficiados, un fin muy loable, pero sin impactar significativamente sobre la calidad, sea de la universitaria, sea de la básica y media. Por tanto, no deberían ser financiados del 1,5% del PIB que se estima necesario para lograr mejoras significativas en calidad. Por eso, preocupa que la discusión sobre gastos en educación esté centrada en estos dos ítems, mientras la calidad pasa al olvido.
En cambio, de estar interesados en mejorar la calidad, estaríamos discutiendo sobre medidas que impacten en el aprendizaje dentro de las aulas, y, por tanto, centradas en el profesorado. Entre las muchas, incluiría: 1) elevar el status e ingreso de los profesores, igualando sus sueldos con los de los mejores profesionales de la administración pública; pero 2) ligando los aumentos salariales con evaluaciones docentes rigurosas; 3) limitar los cursos a no más de 30 alumnos por profesor; 4) elevar el tiempo de la jornada que el profesor puede dedicar a preparación y corrección. Como contrapartida de las anteriores 5) elevar las exigencias académicas para ser pedagogo (tal vez un PSU sobre 600 puntos); 6) exonerar a los profesores menos aptos y ofrecer un perfeccionamiento continuo para el resto, incluyendo becas de maestría en el exterior; dado los mayores costos docentes, 7) elevar fuertemente la subvención escolar, pero ligando sus incrementos a mejoras significativas en el desempeño académico de los alumnos (y no, como hoy, a su mera asistencia); con 8) el cierre o reestructuración de esos colegios y liceos que no cumplan con los requisitos mínimos de desempeño de sus alumnos; y 9) y ante todo, “igualar la cancha” a los inicios, extendiendo la educación pre-escolar al 70% más modesto de los hogares
Por cierto, también deberá reemplazarse un sistema de educación municipal atomizado y mal gestionado por una educación pública descentralizada, con una escala suficiente que asegure estándares rigurosos de calidad. Mas el énfasis ha de ser cambiar lo que sucede en las aulas. La organización importa, pero lo segundo es indispensable. Tal lista, y dista de ser completa, indica la magnitud y complejidad del desafío. Requiere más recursos pero sobre todo de una ingeniería fina en múltiples frentes.
Salvo el tema organizacional, el debate actual ha dejado la calidad en un segundo plano. Por un lado, temo que esquivemos así los temas más atingentes a la calidad. Por el otro, me preocupa que la calidad pierda prioridad, recibiendo los recursos que sobren, después de atender otros objetivos sociales. De ser así, como una reforma tributaria de esta magnitud no puede hacerse si no cada 10 o 20 años, se habría desperdiciado una gran oportunidad de asemejar oportunidades en esta generación.
Joseph Ramos, Profesor Facultad de Economía y Negocios Universidad de Chile Diario Financiero 07 de Mayo de 2014